Basada libremente en la novela Vineland de Thomas Pynchon, la película se mueve entre la sátira y el drama. Leonardo DiCaprio interpreta a Bob Ferguson, un exrevolucionario que vive atrapado entre la culpa y la apatía hasta que un viejo enemigo, encarnado por Sean Penn, reaparece para reabrir las heridas del pasado.
El enfrentamiento entre ambos funciona como alegoría del eterno conflicto americano: idealismo contra poder, humanidad contra fanatismo. Pero Anderson nunca sermonea. Prefiere que el mensaje llegue a través de la cámara, de los silencios, de las miradas perdidas.
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Cartel de la película |
Rodada en Super 35 mm, la fotografía de Michael Bauman convierte cada escena en una pintura viva. La luz natural, los contrastes suaves y el grano visible nos recuerdan que estamos viendo cine, no contenido. Las explosiones no son digitales: son orgánicas, cálidas, casi pictóricas.
Y luego está Johnny Greenwood, que firma una banda sonora hipnótica, mitad jazz, mitad sinfonía bélica, que traduce cada emoción en música. Su trabajo no acompaña a la película: la habita. Hay momentos en los que la música literalmente respira junto a los personajes.
DiCaprio brilla en uno de sus papeles más libres en años: torpe, intenso, profundamente humano. Anderson le regala momentos de humor que equilibran la carga política del relato.
Sean Penn, en cambio, está monumental. Su Lock Jo es un villano clásico, con un aura que recuerda a Daniel Plainview o incluso al coronel Kurtz. Oscuro, rígido y a ratos trágico, Penn roba cada escena con una interpretación que parece tallada en piedra.
No todo funciona: hay subtramas que se diluyen, y algún cambio de tono que rompe el hechizo. Pero incluso en su irregularidad, la película vibra. Anderson no busca la perfección técnica sino la emoción pura, esa que solo puede nacer del riesgo.
Una batalla tras otra es una película sobre resistir. Sobre no rendirse, aunque el mundo alrededor se desmorone. Y en tiempos donde el cine parece cada vez más domesticado, eso ya es un acto de rebeldía.
8/10 — Paul Thomas Anderson sigue librando su guerra: la de mantener vivo el cine que aún respira, suda y duele.
Etiquetas: pelicula
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